Lejos de constituir una amenaza, los videojuegos pueden convertirse en aliados para transformar rutinas escolares centradas exclusivamente en la transmisión de contenidos, relegando la experiencia.
La educación formal rara vez logra una integración genuina con los consumos culturales de las nuevas generaciones, y en el caso de los videojuegos, esta distancia se acentúa aún más, reforzada por prejuicios y recelos. Con frecuencia, se advierte sobre su potencial adictivo, una preocupación legítima que, sin embargo, podría compararse con la que generan los medicamentos, cuya utilidad nadie pone en duda ni propone prohibir. Además se ha instalado una idea generalizada sobre su supuesta influencia negativa, lo que ha contribuido a que muchos los perciban como carentes de valor educativo.
Paradójicamente, esa misma escuela que desconfía de los videojuegos intenta imitar algunos de sus efectos a través de la gamificación. Esta práctica refleja una ambivalencia evidente: busca aprovechar el atractivo motivacional del juego digital, pero lo hace esquivando su esencia. Así, lo que se ofrece es una versión atenuada de la experiencia lúdica, muy distante de la inmersión que propone un entorno digital interactivo, donde cada decisión genera consecuencias inmediatas y concretas. Esta materialidad de las acciones, con resultados palpables, explica por qué la experiencia videolúdica como el fútbol callejero en otras épocas genera un compromiso profundo que rara vez alcanza la gamificación escolar, limitada a instantes superficiales de participación.
La intensidad del vínculo que un videojuego establece con quien juega resulta difícil de reproducir en otras actividades, aunque intenten asemejarse. Por ello, más allá de las reservas que puedan suscitar, se vuelve imprescindible abordarlos para comprender a las nuevas generaciones. ¿Conocemos realmente la naturaleza de los juegos que eligen? ¿Cuáles son los desafíos que enfrentan y las competencias que desarrollan para superarlos?
Desestimar aquello que se desconoce, o de lo que solo se tienen referencias negativas, resulta sencillo. Sin embargo, el desafío no se resuelve con un rechazo enfático que solo interpela a quienes ya comparten la misma opinión. Ningún vínculo fructífero puede establecerse si el otro queda reducido a nuestras propias conceptualizaciones, si solo reconocemos su subjetividad cuando se asemeja a la nuestra.
Los videojuegos evidencian, de manera contundente, que la cultura contemporánea no es una simple prolongación del pasado, sino una ruptura. Comprender este fenómeno puede resultar complejo porque, sin advertirlo, nos ubicamos en el lugar de la otredad: solo nos pertenece el pasado. Medimos toda novedad con los parámetros de “nuestra época”, lo que apenas sirve para dimensionar la distancia que nos separa de la realidad digital emergente.
Lejos de constituir una amenaza, los videojuegos pueden convertirse en aliados para transformar rutinas escolares centradas exclusivamente en la transmisión de contenidos, relegando la experiencia. ¿Qué ocurriría si un docente fracasara en el primer nivel de un juego y sus estudiantes alcanzaran el máximo? Quizás entonces se reconocería que la diferencia radica en la perseverancia, el deseo de aprender, la búsqueda de soluciones y la honesta aceptación de los propios errores. Perder en un videojuego facilita asumir responsabilidades y fomenta la resiliencia, la autocrítica y el afán de superación. Razones suficientes para comenzar a valorarlos.