Es cierto que se terminaron los insultos?

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Muy bien, Presidente, en nombre de los abanderados de las formas. Los progresos deben ser reconocidos. Cada uno cumple con su papel. La noticia de que Javier Milei decidió no “usar” más el insulto chabacano es un cambio fundamental en su gobierno y en su manera de ser. El único problema que tiene es que ni los que están a su lado confían en la permanencia de su promesa.

¿Será cierto?, se preguntan en los pasillos del poder. Sucede que influye mucho su carácter, o sus eventuales viejas heridas, en su forma violenta de propagar el odio con palabras soeces, cargadas muchas veces de metáforas sexuales que son imposibles de transcribir sin caer también en la procacidad. Dicen –y él mismo lo insinuó– que una excelente recopilación de sus insultos publicada por LA NACION el sábado último, hecha y escrita por los periodistas Paz Rodríguez Niell y Nicolás Cassese, lo habría empujado a la decisión de ser más pacífico, en público al menos. Pero, otra vez la misma pregunta: ¿puede Javier Milei ser más pacífico?

Desde que fungía de panelista en los canales de televisión, el Presidente hizo gala de su estilo pendenciero y agresivo. Las malas palabras fueron, en ese contexto, un agregado posterior a sus agresiones dirigidas contra viejos y nuevos enemigos, contra examigos y contra políticos, economistas y periodistas que no coinciden en un 100 por ciento con sus políticas y sus modos.

Es evidente que Milei tenía entonces una forma de hablar, en la intimidad a la que lo obligaba no estar en el poder, que se precipitaba siempre en la vulgaridad. Nadie aprende a ser vulgar a los 53 años. Esa tendencia se conoció solo cuando accedió al poder.

Rara coincidencia: cuando se filtraron las conversaciones telefónicas de Cristina Kirchner con su colaborador y amigo Oscar Parrilli –filtración que significó, debe reconocerse, una violación de su derecho a la intimidad, porque tales charlas no contenían la confesión de ningún delito– se supo que a la expresidenta también le gustan las palabras y las metáforas groseras. Varias de sus alegorías aludían también a las partes íntimas de las personas. Qué obsesión puesta en hablar sobre lo que no se ve de nadie, tampoco de los políticos.

Sin embargo, aunque el insulto con agrias y mal educadas palabras es un estilo personalísimo del Presidente, también es cierto que forma parte de una estrategia política y comunicacional. No puede ser casualidad, por ejemplo, que en sus diatribas contra el periodismo nunca haya desbarrancado contra periodistas de medios filokirchneristas, como el canal de noticias C5N, la emisora Radio 10 o el diario Página 12, que dedican abundante tiempo y espacio a criticar duramente a Milei y a su gestión.

Una mayoría casi excluyente de sus arrebatos contra la prensa está dirigida, aunque hay excepciones, a los diarios LA NACION y Clarín o a sus periodistas. Puede suponerse, por lo tanto, que a Milei le interesan los medios cuyos consumidores son votantes –o eventuales votantes– de él. Se propone deslegitimar a esos medios y a sus periodistas, sacarles credibilidad ante sus seguidores y, si puede, terminar de una buena vez con ese obstáculo pertinaz. En un instante de sinceridad (¿o fue un lapsus?), Milei dijo que dejaría de “usar” el insulto. “Usar” es un verbo que refiere a un hecho voluntario, a una decisión premeditada, no solo un carácter personal. A confesión de parte, relevo de prueba.

El jefe del Estado no ignora que el país que preside ingresó en el período preelectoral, aunque todavía faltan casi 80 días para las elecciones nacionales legislativas del 26 de octubre. También la exuberante y beligerante Cristina Kirchner solía abuenarse en sus formas cuando llegaban las vísperas electorales; ya su marido muerto había descubierto que la versión violenta de sus esposa le modificaba las encuestas, pero para empeorarlas.

Milei: «Voy a dejar de usar insultos»

Se sabe que parte de su gabinete le hizo saber a Milei, con modos indirectos y versallescos, que era mejor hablar de la inflación que bajó o de la seguridad que se recuperó antes que participar del eterno debate sobre los insultos presidenciales. “Con sus insultos saca de la discusión los temas que realmente le importan a la sociedad y nos mete en cuestiones que entretienen a muy pocos”, dice alguien que está cerca del Presidente.

No es entonces solo una cuestión de “los exquisitos de las formas”, como describió Milei, o de “los abanderados de las formas” o de la “dictadura de las formas”. Aun en la forma que él cree pacífica, el mandatario sigue siendo ofensivo en la búsqueda permanente de humillar al otro. “Se detienen en las formas porque no tienen nivel intelectual”, se despachó contra sus críticos en el mismo momento que anunciaba que en adelante sería más bueno. ¿Cómo comprobó que no tienen nivel intelectual? ¿Qué investigación lo llevó a esa conclusión? Calla sobre esas preguntas.

No importa qué pase con los otros, pero el jefe del Estado debería acceder al nivel intelectual ineludible que indica que las formas son el fondo del sistema democrático. Es fácilmente comprobable en cualquier manual de ciencias políticas. ¿Milei habrá leído uno?

Imposible saberlo. Él prefirió compararse con alguien. Pero el Presidente no encontró nunca con quién compararse en los tiempos modernos; eligió equipararse con Sarmiento –cómo no– porque este también era un polemista duro y, a veces, violento, aunque nunca hizo uso de palabras procaces. Lo más lejos que llegó Sarmiento en sus célebres polémicas con Alberdi fue decirle a este, en duros artículos periodísticos, “traidor” y “bárbaro”.

No obstante, Milei no se puede comparar con Sarmiento. Dejemos de lado el nivel cultural de cada uno porque Sarmiento fue también un intelectual de gran envergadura, que sentía curiosidad por el mundo y se interesó por la cultura universal. El contexto histórico no es el mismo. Sarmiento luchó contra la larga dictadura de Juan Manuel de Rosas; el país venía entonces de cruentas guerras civiles, y él fue una figura fundamental de la organización nacional, a la que le incorporó la prioridad de la educación de los ciudadanos. Milei llegó al poder después de 40 años de democracia, el más largo período democrático desde que la Argentina se organizó como país. Si bien hubo gobiernos verbalmente violentos, que hasta reivindicaron la violencia insurgente de los años 70, en las últimas cuatro décadas no hubo guerras civiles entre argentinos. El tiempo no pasa en vano.

Un conflicto irresuelto consiste en saber si la decisión anunciada por Milei no llegó tarde. Justo el lunes se supo también que la vicepresidenta, Victoria Villarruel, denunció penalmente a varios tuiteros y streamers (muchos de ellos formarían parte de los trolls bajo comando de la Presidencia) por delitos tales como: amenaza con armas, instigación a cometer delitos, asociación ilícita, apología del crimen, incitación al odio y desestabilización de las instituciones. Aunque la denuncia vicepresidencial, que cayó en manos del juez federal Sebastián Casanello, no es contra Milei, puede deducirse fácilmente que el Presidente no es inocente en la consideración de su vice.

Esa relación está definitivamente rota porque ahora es Villarruel la que acusa al mileísmo de golpista después de que Milei la acusara a ella de “traidora”, y a su lado dejaran trascender que la presidenta del Senado se proponía para hacerse cargo del Poder Ejecutivo si el actual mandatario no pudiera cumplir su mandato. Ahora, es el golpismo al revés.

Villarruel subrayó que los ataques que recibe del mileísmo en las redes sociales y en un sitio supuestamente periodístico (La Derecha Diario) van más allá de la libertad de expresión; consideró oportuna esa aclaración porque la justicia argentina tiene jurisprudencia a favor de la libertad de expresarse. De hecho, también el Foro de Periodismo Argentino (Fopea), una organización que, en otras cosas, defiende la libertad de expresión y que agrupa a más de 600 periodistas, decidió presentarse ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para denunciar las agresiones del mileísmo y del propio Milei contra los periodistas en las redes sociales o en los discursos públicos. La CIDH es un organismo autárquico de la OEA, y Fopea le está pidiendo una audiencia especial para que escuche el caso argentino en la sesiones públicas que la Comisión celebrará en noviembre próximo.

En ese clima tenso y ciertamente imprevisible, se cerró el acuerdo electoral en la Capital entre La Libertad Avanza y Pro. La primera pregunta que surge es: ¿qué hace ahí Mauricio Macri? Nadie escuchó al expresidente decir nunca palabras obscenas, al revés de la cargada historia reciente de Milei. Se sabe que Macri no está de acuerdo con el alineamiento automático y excluyente con los Estados Unidos e Israel, aunque también valora a esos países, pero dentro de un abanico más grande de relaciones exteriores, que deberían incluir, según su criterio, a Europa, China, India y el Mercosur, entre otros.

Tampoco coincide, dicen, con el inmovilismo de la política económica, que solo se respalda, sintetiza, en el superávit del ministro Luis Caputo y en las desregulaciones de Federico Sturzenegger. A su lado, sostienen que esa alianza con el mileísmo fue impulsada por su negativa a vivir otro domingo en el que el Pro de la Capital vuelva a salir tercero en las elecciones nacionales de octubre, como ya sucedió en los comicios locales de mayo pasado. Macri fundó el Pro en la Capital.

Argumentan que tampoco tenía un candidato o candidata en condiciones de competir con los libertarios en general y, en particular, con Patricia Bullrich. Menos le gustaba, aseguran, la perspectiva de negociar un acuerdo electoral con Martín Lousteau y el mandamás radical de la Capital, Emiliano Yacobitti. Tales silogismos pueden ser creíbles, sobre todo el que narra el temor a perder otra vez. La victoria electoral es un buen objetivo, aunque no a cualquier precio. A veces, la derrota es una necesidad.

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